Keystone Odum era feliz aquel día. Era feliz todos los días. No tenía
trabajo, y no le importaba, quizá por ello era feliz. Pocos desdichados
trabajaban, y debían ser demasiado o demasiado poco importantes como para
no ser felices. Keystone sí lo era.
El Sol daba una apariencia áurea a su rostro, reflejado por los paneles
solares como un amanecer artificial. El cielo era azul y plata, con jirones de
nubes cruzados por una telaraña de blancas estelas. Las naves de recreo
surcaban la atmósfera.
Sonrío a su vecino, el viejo Warming Pelt, que estaba cerca disfrutando de
su propio huerto. Keystone se secó el sudor con el dorso de la mano y continuó cosechando
su plantación. Tenía unos pocos tomates, unas piezas más de lechuga y una zona
con orégano, hierbabuena y otras especias. Más alejados, los pimientos
esperaban su turno.
En esos días prácticamente todo el mundo tenía un huerto urbano.
Estadistas y otros diletantes aburridos podrían relacionar tal dato con otra
curiosidad: prácticamente todo el mundo estaba desempleado. Los robots y las
maquinarias supra-cualificadas se encargaban de todos los aspectos arduos de la
sociedad. Solo unos pocos desgraciados (ya que debían trabajar) aportaban su
inteligencia, conocimientos y punto de vista humanos a los aspectos productivos
y económicos de la civilización. Biólogos, médicos, arquitectos, físicos, mentes
brillantes. El resto eran libres.
Pero ser libres era muy aburrido. La ociosidad suele ser muy aburrida,
sobre todo para quien no sabe gestionarla, es decir, la inmensa mayoría.
Seguramente quien supiese estaría trabajando ahora mismo en las oficinas del
ordenador central. Así que por todas
partes, en los alrededores de la ciudad, dentro de los patios de vecinos, en
los laterales de las vías de ferrocarril, en las azoteas, en los colegios y en
los espaciopuertos, los huertos urbanos proliferaban como la naturaleza que
reclama sus dominios.
Pero la naturaleza de los huertos era contenida. Eso a nadie le importaba.
Keystone terminó de cosechar todo lo que pretendía, y después de completar el
resto de tareas que se había encomendado a sí mismo, se recolocó el sombrero de
paja (a todo el mundo le gustaba emular la extinguida vida campestre), se despidió
del señor Pelt y se dirigió al centro de procesamiento.
La cola no era muy larga, pero lo suficiente como para desesperar a cualquiera
que haya vivido en las comodidades de una sociedad robótica. Eso era lo que más
le gustaba, tener que esperar. Era una sensación perfecta, natural, rural.
Esperar es vivir sin prisas, acostarse cuando caiga el Sol, medir cuándo será
oportuno cosechar. En la ciudad estaban
los vehículos, los restaurantes de comida rápida y los programas de televisión.
Charló insulsamente con Emma Carson, que lucía preciosa con aquel chiripá a
la cintura, cual gaucha. Se intercambiaron algunas piezas de hortalizas,
que cada uno guardó en su cesta de mimbre correspondiente. Se deslizaron por el
suelo de tierra un metro más cuando la fila avanzó. A lo lejos, el metalizado
skyline se imponía amenazante.
Al fin llegaron al centro de procesamiento. Primero le tocó a Emma, que
insertó los vegetales recogidos en la máquina. En los huertos urbanos no había
pesticidas, y todas las prácticas agrónomas eran naturales. Lo contrario
hubiese sido mal visto por cualquiera. En un mundo industrializado hasta la
saciedad, los alimentos autoproducidos y ecológicos tenían gran estima. Cualquier
producto cuyos ingredientes eran una retahíla de fórmulas químicas se tachaba
de perjudicial para la salud.
Pero claro está, no se podía permitir la consumición de cualquier alimento
no regulado. La maquina procesadora se encargaba de seleccionar y separar los
alimentos, limpiarlos y prepararlos para su posterior cocción. Keystone se relamió al ver los ingredientes
que iba aportando la señorita Carson a la procesadora. Esperaba que los suyos
estuvieran a la altura de un buen menú.
Emma se despidió con una sonrisa afable, y le dejó el puesto libre.
Keystone se acercó, preparando las piezas con cuidado (no había que tener
prisa, aquí uno se libraba del estrés). Agarró el primer tomate y se dispuso a introducirlo
en el metálico orificio. Pero no pudo.
Le empujaron por la espalda, y toda la recolecta del día fue a parar al
suelo. El muchacho pasó corriendo, llevándose alguna de las piezas que se le
habían caído a Keystone. Ya llevaba alguna más en los bolsillos. Detrás aparecieron
dos hombres con sus bastones alzados. El look de paleto les sentaba de
maravilla, pensó Keystone Odum, antes de que ambos le pisaran lo que había
sobrevivido.
Estos incidentes ocurrían rara vez, pero sobre todo con los jóvenes. No están
acostumbrados a la calma, y no valoran ni el esfuerzo ni la calidad de un
producto natural. Cuando crecían desaparecía todo inconformismo, pero aún así,
era poco consuelo para Odum en esos momentos.
Se había quedado sin comida para el día siguiente. Se separó de la
procesadora con un semblante ensombrecido, dejando hueco para el próximo agricultor.
Llegó a su habitáculo calzando aún las botas llenas de barro. Siempre le
gustaba pisar el áspero asfalto de la ciudad con las botas manchadas de tierra, le otorgaba una especie de sensación de libertad. Pero hoy había cruzado las calles
rápidamente, apesadumbrado. Se quitó las botas, y las arrojó sobre la moqueta.
La pantalla se encendió en cuanto pasó por su lado, deseándole unas buenas
noches que él sabía que no iba a tener.
-Desconexión-dijo, y la pantalla se tornó en un negro espejo. Las luces se
apagaron, dejando la habitación de un tono gris
rayado. La cama fue suficiente para despejar la turbación de Keystone
Odum.
-Entrega para Keystone Odum-exclamó la pantalla con una voz no del todo
humana. Se sorprendió de estar aún en cama. Se levantó desganado y se dirigió
hacía el cubículo de la cocina.
Cogió el paquete, abrió el envoltorio y empezó pinchando el tenedor. Casi
se lo lleva a la boca, pero en ese instante, la memoria le obedeció. Ayer no
había entregado la cosecha a la procesadora. ¿Por qué demonios le habían
mandado el paquete de comida por la mañana?
Era muy raro, y no lo entendía. El proceso era muy simple: uno metía los
productos en la procesadora y a la mañana siguiente recibía el paquete de
comida natural correspondiente. ¿Se habría quedado otra persona sin comer? ¿No
le habría pasado a Emma?
No se lo comió. No era de su cosecha, así que no lo veía adecuado. Se puso
el mono de trabajo, las botas llenas de barro y el sombrero de paja y partió
hacia los huertos urbanos.
El señor Pelt ya estaba allí para cuando llegó. Era muy madrugador, hasta
el punto que cualquiera habría pensado que vivía allí, rodeado de hortalizas y
árboles frutales. Era algo mayor, y estaba jubilado.
-En mis tiempos había mucha más gente trabajando.-siempre contaba- Yo me
encargaba del hosting de servidores en internet.
A Keystone siempre le sonaba arcaico toda la retahíla de batallitas del señor
Pelt, pero todos los días la escuchaba de igual forma. Los presentadores
televisivos siempre decían que escuchar a tu vecino de huerto era una forma de
relajación.
Pero ese día Keystone no le dejó terminar.
-Señor Pelt, ¿alguna vez ha olvidado procesar sus verduras y, al día
siguiente, ha encontrado el paquete de comida en su cocina de todas formas?
-Nunca en mi vida he escuchado nada semejante, noob.-Siempre usaba palabras
desfasadas, como noob, troll o spam. Parecía salido directamente de un serial
histórico.
-Hoy me ha pasado a mí. ¿Qué cree que debería hacer?
-Déjalo pasar. Hoy volverás a meter tu cosecha, y mañana volverás a recibir
tu comida. No le des más importancia.
Se ajustó el chaleco de lana, y se alejó para arar el extremo más alejado
de su propio huerto, que colindaba con el de Félix Margalef, un tipo algo loco
que tenía todo inundado de arrozales.
A Keystone se le encendió una bombilla. Las palabras de Warming Pelt eran
muy sugerentes. “Si hoy vuelves a meter tu cosecha, mañana recibirás tu comida”
Por segundo día en su vida, Keystone Odum se largó si procesar su cosecha.
Las sábanas se le arremolinaban en torno a su cuerpo. Apenas podía dormir, imaginándose
el furtivo paquete colándose por su cocina, con una comida que no sería la suya.
La pantalla diría “entrega para Keystone Odum” y la campanilla sonaría al mismo
tiempo que la bandeja se deslizaba por la ranura. Ya se imaginaba aquel envío evaporando humo,
él levantándose y calzándose las zapatillas, y la pantalla diciendo:
-Entrega para Keystone Odum.
La voz le sorprendió en medio de su vigilia. Apenas había pegado ojo. Esta
vez se tomó su tiempo, como hacen los adultos en Navidad, se puso su bata, se
peinó el pelo mientras observaba sus ojeras, y se acercó a la cocina esperando
lo inevitable.
El paquete de comida procesada estaba allí.
Hoy no tenía ganas siquiera de ir al huerto. Se sentó, con la comida ya fría
a un lado, y los controles de la pantalla en el otro, distrayéndose con los
absurdos programas de televisión. Apenas
se había dado cuenta de lo malos que se habían vuelto, ahora que todo el mundo
cultivaba su propio huerto urbano y nadie encendía la pantalla hasta el
anochecer.
Se aburrió pronto, pero cuando quiso ordenar la habitación, los robots
domésticos ya habían hecho su labor.
Miró a las paredes, al techo. Se rascó el dorso de la mano. Se mordió
las uñas, y las dejo una a una ordenadas en brazo del sillón. Duraron veinte
segundos, contados, hasta que uno de los robots los recogió con absoluta
eficiencia.
Se quedó dormido, babeándose la camiseta.
-Paquete para Keystone Odum.
Se levantó. Tenía la barba recortada y la ropa nueva y limpia. Algún robot
se habría encargado de ello durante la noche. Al rato razonó la llamada de la
pantalla. “No puede ser”, se dijo. “Otra vez no, ni siquiera he ido al huerto”.
Allí estaba, el paquete de comida, esperándole.
Lo lanzó por la ventana.
Llegó al huerto veinte minutos más tarde. Todo el mundo le miraba de reojo,
iba vestido de urbano. Pisó las
hortalizas de su huerto, pateó los pimientos y los tomates, mientras el señor
Pelt le miraba de lejos, negando con la cabeza. Al fin Keystone se cansó, y se
sentó sobre la tierra arada, frustrado.
La sombra le cubrió el rostro. Levantó la mirada, y recorrió los
intrincados diseños del chiripá, hasta llegar al bronceado rostro de Emma
Carson.
-¿Qué te ocurre, Keystone?
-Estoy hasta las narices, esto es de locos. ¿Recuerdas el otro día, que un
chaval me echó la cosecha a perder?
-Sí, pero eso no es motivo suficiente para…
-No, no. No estoy cabreado con eso. Al día siguiente, y escucha lo que te
digo, al día siguiente el paquete de comida llegó a mi casa.
-Bueno-titubeó la señorita Carson-eso tampoco es algo por lo que
preocuparse…
-Eso dijo el viejo Pelt. Y al día siguiente tampoco coseché. ¿Y qué pasó?
Otro paquete más al amanecer.
-Te estás poniendo paranoico, Key, ¿quieres que demos un paseo?
-Y no vine al huerto, me quede todo el día en casa como un zombi y me
dormí. Y hoy otro paquete. ¿De dónde los sacaran?
-Mira Key, cálmate un poco. Se habrán confundido. Quizás haya donaciones
para los que no cosechan ese día. No deberías obsesionarte, vas a parecerte a
Margalef.
-¿A Margalef? ¿Por qué coseche arroz en su parcela?
-¿Lo has visto alguna vez en la cola de procesado? Yo no. Venga, vamos a
dar un paseo.
Keystone se sacudió el polvo de su traje urbano. En otra ocasión hubiera
pensado que dar un paseo con Emma Carson sería lo mejor que le hubiese pasado
ese día, pero estaba absorto. Pronto la chica se cansó, dándolo por causa
perdida.
Keystone hizo cola. Introdujo su ración en la procesadora. La había
catalogado como tomates, pero en realidad eran guijarros. Al día siguiente la
pantalla dijo “paquete para Keystone Odum”, y la comida estaba igual de blanda
que otras veces.
Pasó por entre los huertos de sus vecinos. A un lado la autopista intercontinental
rugía con el sonido amortiguado de los vehículos. No se veían, puesto que unas
enormes pantallas los aislaban de los huertos. Al otro, el perfil de la ciudad,
con sus cúpulas brillando hacía el cielo y sus pináculos verde jade rasgando
las nubes. Nadie le miró hoy, iba vestido con el peto y el sombrero de paja, un
Huckleberry Finn moderno.
-Hola, Félix.
Félix Margalef estaba metido hasta las rodillas en el agua. Iba vestido a
la manera vietnamita, con un cónico non lá en la cabeza. La ropa sencilla y
arremangada, para poder moverse con soltura por los arrozales que tenía al
cargo. Hacía mucho que alguien no le hablaba directamente, por lo que tardó en
responder.
-Ten cuidado con el fango.
Keystone se encogió de hombros y se acuclilló para estar a la altura de
Margalef, que andaba medio sumergido en el arrozal.
-¿Sabes? Llevo casi una semana sin cosechar nada.
Margalef se movía despacio, con soltura, sin querer turbar las aguas por
donde se desplazaba. Al rato dijo:
-Aprovechas muy mal el tiempo.
Keystone alzó la vista. Podía ver a través de los huertos urbanos hasta el
horizonte. Tendría que haber miles de personas disfrutando de su contacto con
la naturaleza.
-No me preocupa. Todos los días, llega un paquete a mi casa con la comida.
Las ondas se reprodujeron por todo el arrozal. Margalef le miró con una
cara de preocupación, negando con la cabeza y suspirando.
-Nunca te he visto procesando tu arroz. Nadie te ha visto. ¿Qué es lo que
sabes?
Margalef se movió rápidamente hasta el borde de su parcela, donde Keystone
yacía agachado medio metro más alto.
-Yo de ti no me preocuparía entonces, y no haría más preguntas. Pero si
eres un curioso como yo, ayúdame a recoger el arroz.
Keystone se metió hasta la zona más profunda, donde Margalef estaba
recogiendo los frutos de su cultivo.
-Descúbrete. –Keystone se quitó el sombrero de paja y Margalef fue echando
arroz en su interior, a la manera vietnamita. Keystone miró con resignación el
mojado sombrero, mientras los rayos de sol le hendían el rostro.
-¿Sabes que hago con el arroz? – le preguntó Margalef.
-¿Comértelo?- respondió rápido Keystone, como si la respuesta fuese obvia.
-¿De verdad esperas que esa sea la respuesta?- se sorprendió
Margalef-pensaba que eras alguien listo. Ni se me ocurriría comerme este arroz.
Hago papel.
Había que pensar mucho para caer en la cuenta de qué es el papel. El
silicio y las pantallas habían sustituido a la forma convencional hacia mucho.
-¿Para qué haces papel? ¿Por qué no te comes el arroz?
-Bien, bien, las preguntas de dos en dos, como la buena gente curiosa.
¿Sabes que es lo bueno que tiene el papel? Que no puede ser hackeado. Puedo
escribir y almacenar lo que quiera en él y nadie podría leerlo sin que yo
quisiera.
-¿Y cuál es el secreto?
-La respuesta a tu otra pregunta. La gente no puede comer alimentos
naturales, ya no. Hace ya mucho tiempo de ello. No están inmunizados, son
intolerantes a los alimentos de la naturaleza tanto como dependientes de los
alimentos sintéticos.
-¿Lo que nos mandan es sintético?
Por supuesto, si no, morirías.
-¿Y qué hacen con los alimentos naturales? ¿Los desechan?
-Los usan. Los queman para producir energía. Los reciclan para producir
componentes. Yo que sé.
-¿Y cómo sabes todo eso?
-Porque soy biólogo.
Fue entonces cuando Keystone Odum comprendió que estaba muerto.
M.G. Villarrubia
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