¿La guerra de los mundos?
Si, por supuesto. La guerra entre dos de ellos. Entre Marte y la Tierra. Pero
en esta novela, jamás veremos las superficie de Marte, ni sus maravillosos
canales acuíferos. El campo de batalla transcurre en nuestra Tierra. ¿Y es esto
una guerra? La humanidad en las postrimerías del siglo XIX contra unos
marcianos que son capaces de viajar por el espacio en cilindros impulsados, que
disparan rayos calóricos desde sus máquinas de guerra blindadas, desintegrando
cualquier cosa (nosotros incluidos) que se ponga por delante. Eso no es la
guerra. Ni siquiera es una invasión. ¿Acaso cuando pisamos un hormiguero lo
llamamos invasión.
Intentaré no contar casi
nada del argumento de esta novela (en otras entradas me ha sido muy difícil,
por eso siempre recomiendo leer la novela primero) aunque tendré que hablar de
la resolución ya que me parece un punto fundamental para hablar de esta obra
desde un punto de vista ecológico.
Pensemos que el autor,
uno de los padres de la ciencia ficción llamado H.G Wells (¿De verdad tendría
que explicar todo esto?), escribió esta obra maestra en el mismo tiempo en el
que transcurre, en 1898. No sólo es relevante en el acierto con el que recrea la
sociedad inglesa de la época, contemporánea al autor y a la obra. No sólo es
interesante que éste sitúe la acción en su presente, no en un imaginario y
absurdo futuro (práctica también seguida por otros maestros como Verne: la
ficción científica que habla del presente tardaría un poco en convertirse en la
ciencia-ficción que mira al futuro). También es un gran acierto la
verosimilitud conseguida, al menos para la época, al narrar todos estos hechos.
Los marcianos son seres
cefalópodos, comparados con pulpos gigantes que se mueven por tierra. En
nuestro planeta son lentos y torpes, están acostumbrados a la gravedad y el
clima marcianos, y es por eso que poseen mayor número de extremidades que
nosotros. Es por eso también que sus artefactos son diferentes a los nuestros
en su funcionamiento y comportamiento. Un ser humano difícilmente pensaría en
un trípode marciano, una máquina que se impulsa con tres patas mientras las
otras extremidades sirven para disparar rayos calóricos o capturar seres
humanos. Nuestro cerebro es bípedo, simétrico y con pulgares oponibles. Esta es la primera lección ecológica que
salta de las páginas de la novela: adaptación.
"Los sabios admiten hoy que la vida es una incesante lucha por la existencia, y parece ser que también es esa la creencia de los espiritus de Marte."
"Los sabios admiten hoy que la vida es una incesante lucha por la existencia, y parece ser que también es esa la creencia de los espiritus de Marte."
Los marcianos ya no son humanoides verdes,
sino criaturas tan extrañas y repelentes a nuestros ojos que difícilmente
podemos compararlas con pulpos, pese a que la analogía es infructuosa. Todo esto es darwinismo social.
Y por supuesto, tiene que
haber una respuesta a este concepto. Los marcianos tratan de(consciente o inconscientemente)
transformar la Tierra, adaptarla a ellos en vez de que ellos se adapten a
nuestro planeta. Sería una terraformación inversa, o una marteformación, si
jugamos a la filología. La hierba roja es el método: una planta trepadora
acuosa, de un vivaz color rojo (el que le da esa coloración a Marte), con púas a la manera de un cactus. Se reproduce
exponencialmente, secando ríos, lagos, y matando árboles, destruyendo la
vegetación existente. Es una especie invasora, en su doble sentido.
Todo esto suele ser
asociado a una crítica hacia el colonialismo que diversos imperios europeos
llevaban a cabo, entre ellos el británico, conquistando culturas de diferente
progreso técnico, arrasando sus costumbres y sus tierras para convertirlas en
el modelo civilizado.
Y por supuesto, el final
debe responder a este planteamiento sobre la adaptación, a la vez que llevar al
límite la crítica al orgullo hegemónico del Imperio Británico. Los humanos no ganan la guerra, no pueden
ganarla. Pueden ser heroicos o viles, huir asustados o refugiarse como
resistencia clandestina bajo las cloacas de Londres. Pero no pueden ganar a los
marcianos. Nadie en la Tierra podría ganar a los marcianos.
Pero sí la Tierra misma.
La naturaleza misma.
Las bacterias, contra las
que tanto hemos luchado, a las que estamos inmunizados tras una guerra
evolutiva de miles de años, aquellas que son realmente nuestras enemigas
(aunque a veces las usemos a nuestro favor) las que nos han diezmado durante
siglos; son las que vencen a los marcianos y a la hierba roja, que no están inmunizados.
Se preocuparon de adaptar la Tierra a sus organismos, y no de adaptarse ellos
al ecosistema terrestre. Y fracasaron. No se puede obviar la contaminación
interplanetaria, aunque en muchas historias de Space Opera los personajes
puedan visitar planetas sin asfixiarse ni enfermarse.
¿Estamos nosotros
haciendo lo mismo? ¿Nos adaptamos al ecosistema, o estamos modificando y
destruyendo el ecosistema a nuestros intereses? Pensamos en la madre naturaleza
con nuestra enemiga, a las bacterias como organismos a los que combatir, y
obviamos que nos podrían salvar de los marcianos (que nos ayudan a fermentar el
pan, el yogur o el queso, nos sintetizan vitaminas, o absorber el nitrógeno a
las plantas), que nos defienden si nosotros les defendemos. Estamos en
simbiosis, estamos en un ecosistema, quién sabe si no muy lejos de Gaia.
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